Una nube cubría el alma de los hombres, mientras el tiempo seguía su camino.
Era una nube plomiza que anunciaba la nada.
(Chesterton)


Título: KATUTURA
Autor: Félix Gutiérrez Hornes
Número de páginas: 112
Tamaño: 19 x 13cm


ISBN 978-84-614-1906-7

DL Z-2.108-2010



       Félix, el autor de este relato, no cumple años.
Solo acumula experiencia, veteranía y entusiasmo con todo
lo que hace. En este momento de su vida, disfruta pensando que le quedan todavía muchas cosas por descubrir y muchísimo por aprender.
       Su currículo profesional ha sido un continuo ir y venir de un lugar a otro, recorriendo numerosos países de los cinco continentes. Conoce y recuerda, con precisión fotográfica, cada una de las ciudades en las que ha vivido. Habla con todo lujo de detalles del ambiente entrañable del café literario, en Asunción; de su experiencia en una jaima, en pleno desierto del Sáhara; o de un afinador de pianos que conoció en Birmania.
       Pero, sin duda, África es la estrella de sus recuerdos. África ocupa un lugar privilegiado en su memoria. Los olores, los colores, los sonidos de ese bello continente, le impactaron tanto y se le quedaron tan dentro que, siempre que se presenta la ocasión, habla con verdadero entusiasmo de todo aquello. Por eso sitúa este relato en Namibia.
       En Katutura, su primer libro, desarrolla una historia sencilla y emotiva donde el personaje, acompañado únicamente por la soledad de sus recuerdos, cobra una significación especial, revestido por el ropaje literario de una prosa rica en matices y un final inesperado.

Leer un poco del libro

Hans olía mal y la lluvia del amanecer parecía haber encendido los olores. La tierra se había perfumado de pachulí y nuevos aromas, viscosos y penetrantes. Rostros sombríos, la gente madrugadora había salido ya de la oscuridad de sus chabolas. Los necesitados de evacuar con urgencia orinaban, sin recato, al borde del camino, mientras que otros, más circunspectos, se alejaban un poco buscando la discreción de los arbustos que rodeaban las casuchas, cuidándose de las cobras, difíciles de distinguir sobre la tierra ocre.
Algunos habían sacado palanganas de agua para lavarse en ellas de cualquier manera, sin desnudarse, como con una pacata compostura religiosa. Pensé en las ladillas, en el olor acre de los sexos sucios, en el sabor a sudor rancio, en el hedor insoportable de los perros muertos pudriéndose a la orilla del camino.  
Mientras escuchaba a Hans hablarme de Uta, la mujer que le abandonó, renunciando a su amor junto al fuego en algún lugar húmedo y frío del norte de Alemania, no podía sustraerme a la llovizna incierta y refrescante que nos regalaba la mañana.
Evoqué la casita de la pareja, nido de amor sobre el acantilado, con sus visillos en las ventanas, su olor a chimenea y a puchero. Los días de melancolía plomiza, de brumas y aguaceros del norte de Europa, contrastaban con la mugre, el olor a sudor seco y a alcohol destilado que corría por la piel y la sangre de aquel viejo soldado borracho y sucio. De este Hans con el que estaba compartiendo unas horas turbulentas al final de una larga noche de cerveza barata, poblada de presencias y recuerdos. El azul de sus ojos pertenecía al mundo de Uta. La desesperación de su mirada, al degradado ambiente de este suburbio negro, marginal y olvidado de Windhoek, en Namibia.
Durante una de sus pausas, me pregunté a qué mundo pertenecía yo. Descubrí en mí una cierta desesperanza en el apremio con que escuchaba su relato, lavando acaso alguna de mis propias tristezas con la lluvia de su desventurada miseria. Quise saber qué rara audacia me mantenía allí, asomando la mañana, bajo la chapa ondulada de aquel garito indecente y miserable, en vez de encaminarme hacia el confort de mi casa, mi desayuno continental, y mi baño caliente.
Salí a la llovizna a despejarme. La película de mi vida retrocedió en el proyector a toda velocidad, devorándose a sí misma, como a la búsqueda de un instante que contuviera la clave de mi existencia. Tal vez, dentro de poco, me vería yo, como él, en la penuria de mendigar un oído paciente y entregado. La noche en blanco y el alcohol me habían anestesiado durante unas horas. Pensé que para mí, gran afortunado, aún no había llegado el momento dramático en el que las trompetas de mi apocalipsis rompieran el ensordecedor silencio de mi vida.
Le largué una patada a una piedra, como quien le atiza en el culo al mundo, y me recompuse. Con el brazo desnudo me quité la lluvia que me resbalaba por la cara y volví a sentarme con Hans.